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Góticos, la marca del asesino

Mi madre y la abuela ya estaban más muertas que vivas cuando se las llevaron a toda prisa en las ambulancias. Del abuelo aún no sabía nada. Seguro que ni se había enterado de lo sucedido. Lo sabría cuando un par de agentes se presentasen en su oficina y le informaran de un “grave altercado doméstico”. En cuanto al resto de Barcelona, todos respirarían tranquilos cuando los medios informaran de lo que había pasado. Eso suponiendo que la noticia no se filtrara antes al ciberespacio. Los rumores vuelan en una ciudad aterrorizada. Facebook, Twitter, e-mails, mensajes de texto por móvil… Vaya, si es que los noticiarios son los últimos en informar de las cosas.

Yo no iba en ninguna ambulancia sino en el asiento trasero de un coche patrulla de la policía nacional. Podría haber ido también al hospital y dejarles con el marrón de no saber qué decir cuando los periodistas se les echasen encima pidiendo explicaciones, que lo harían. Pero se habían portado bien conmigo y les hice el favor de ir a comisaría para aclarar lo que acababa de pasar.

     Se suponía que mis manos estaban limpias. Habían dejado que me las limpiara después de hacerme como cien fotos y tomado muestras para analizar pero yo seguía sintiéndolas pringosas de sangre. Sangre que no era mía. Me las frotaba con fuerza en aquel asiento trasero pero seguían pegajosas. No importaba lo fuerte que me las frotara. Tampoco sabía cómo me sentía, si es que me sentía de alguna manera. Lo único seguro era que alguien acababa de morir y no era la primera vez desde que comenzó esta historia. Ni la segunda. Ni la cuarta. Tampoco era la primera vez que el inspector Fonseca y yo nos veíamos las caras.

¿Podía empeorar la cosa? Claro que sí. Encima no había hecho los deberes del insti. Pero supongo que ese era el menor de mis problemas.

     Vaya forma de mierda de empezar la semana. El lunes siempre es un día horrible. Siempre. Las peores cosas siempre pasan los lunes.

     —Hola, Max —comenzó diciendo el inspector, volviéndose desde el asiento del copiloto para mirarme―. Lamento lo de esta noche. ¿Estás bien?

     No me molesté en responder. Tampoco es que supiera qué decir. Me limité a mirarle para que supiera que le había oído.

     —No tienes de qué preocuparte —continuó—. Ya sabes cómo va esto. Solo tienes quince años y son circunstancias muy especiales.

     —Seis muertos que sepamos —dije al fin—. Dos de ellos policías. Otros dos tirados en la calle casi en pedazos. Una adolescente mutilada. Sí, supongo que son especiales. Sobre todo porque he sido yo quien le ha resuelto la papeleta. Dos veces.

     —Vale chaval, lo reconozco. Eres muy listo. ¿Es lo que querías oír?

     —Lo que quiero oír es que mi madre y mi abuela se pondrán bien.

     Al menos tuvo la honradez de no mentirme a la cara y decirlo sin saber si era cierto.

     —En cualquier caso todo ha acabado por fin —concluyó el inspector.

     ―Eso espero.

     Cinco minutos después llegamos a la jefatura superior de la policía nacional, en la Vía Layetana. El inspector me acompañó hasta la típica sala de interrogatorios sin ventanas ni relojes y las paredes pintadas de un tono gris más deprimente que la nevera de un español a final de mes. Nos sentamos el uno frente al otro y me puso esa cara de buen rollo que siempre usan los policías para bajar la guardia de los delincuentes y sacarles confesiones haciéndose los coleguitas. Su compañero no entró con él. Estábamos solo nosotros dos.

     —Pues aquí estamos otra vez —dijo el inspector—. Antes de nada, que sepas que esto no es un ningún interrogatorio ni nada parecido. Como eres menor de edad, nada de lo que digas sería aceptado en un juicio ni…

     —Ya sé cómo va. Mi padre me lo explicó. No tengo a ningún tutor que me represente, así que usted ni siquiera debería estar dirigiéndome la palabra. Podría confesar que las maté a todas y luego salir por esa puerta tan ancho.

     —Exacto. Solo quiero escuchar tu versión antes de que tu abuelo me ponga un muro en las narices. Me cuentes lo que me cuentes, no saldrá de esta sala. Te lo prometo.

     —Si vamos a estar aquí un rato estaría bien que me trajeran un café. He visto una máquina ahí en el pasillo.

     —No sé si es buena idea que tomes café en tu estado.

     —Después de lo que acabo de hacer, ¿de verdad cree que me importa si es o no buena idea? Quiere que hablemos, ¿no? Pues tráigame un café.

     El servicio fue rápido y malo. El inspector hizo el amago de empezar a hablar pero un gesto de mi mano le dejó claro que no diría ni una palabra hasta haber disfrutado de mi asqueroso café.

     Di un par de sorbos.

     —¡Joder, esto es una mierda! ¿Cómo puede nadie beberse esta porquería?

     —Te mantiene despierto. Al final te acostumbras. ¿Me cuentas qué ha pasado?

     —Ya ha visto el cuerpo. No hay que ser un genio para adivinarlo.

     —No me refiero solo a esta noche sino a todo. La gente necesita saber que esta pesadilla ha terminado y yo necesito todos los datos para terminar de cuadrar la investigación.

     —¿Qué quiere saber?

     —La verdad. Con todos los detalles.

     —La verdad no se la creerá pero aunque lo hiciera no podría escribirla en un informe. Mucho menos contarla en un juicio. Le tomarían por loco.

     —No voy a contarle nada a nadie. Ya te he dicho que esto no es ningún interrogatorio. Ni siquiera una toma de declaración. Pero el comisario me va a exigir un informe minucioso que deje el asunto bien atado. Necesito saberlo todo.

     —¿Todo? En fin, supongo que no tengo nada mejor que hacer hasta que llegue mi abuelo. —Le di otro sorbo al café—. Todo empezó más o menos así…

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